12 del mediodía en La delegación Iztapalapa; entre camionetas de carga, tráileres y diableros que cargan mercancía en vía pública, espero la luz verde en el semáforo; me encuentro sobre Churubusco y Apatlaco y en el horizonte es imposible no ver el nombre, un bautismo gigante del Dios que todo lo provee “Fideicomiso central de abasto de la ciudad de México”, en lo que parece ser una estación abandonada. Estoy en la antesala del que se rumora es el mercado más grande del mundo, su merced: la Central de Abasto.
Me siento en medio de la anarquía y del desbarajuste, mis oídos son testigos de la orquesta de ofertas y chiflidos especialmente al mayoreo. Cuna del diablero, del albur y el piropo; el color, el sabor a chilito del que pica, analogía de la diversidad de nuestra cultura.
La Central de Abasto, planeada sobre una superficie de 357 hectáreas, tiene su antecedente en la Merced, donde desde el año 1880 se congregan comerciantes a vender; pero hacia finales de 1970, el gobierno buscó reubicar a los vendedores debido a problemas de salubridad y caos vial que provocaban en la zona. Bajo muchas oposiciones, la Central inició su construcción en 1981 ideada por el arquitecto Abraham Zabludovsky y fue inaugurada un año después por el presidente López Portillo.
La capital del comercio se mueve a mil por hora, debes ir “trucha” porque por la derecha te rebasa un diablero que anuncia su venida con un “ahí va el golpe, ahí va el golpe”. depende el cargamento, pero mínimo son 250 kilos que, a lo mucho, llevan entre tres. Se no nota que es mi primera vez en la central, percibo demasiada información, todo parece digno de una fotografía al más puro estilo de un cuadro dantesco.
No vengo solo, me acompaña mi madre pero ella ya se la sabe; su chamba requiere de oficio para entrar a la Central de Abastos. Recorre con pericia los pasillos rebeldes entre el tumulto, la hostilidad, el jitomate a buen precio y los puestos de música que tocan sabrosas cumbias. Ni se les ocurra comprar aguacate, 60 varos el kilo.
Sergio Palacios, coordinador y administrador general define a la central como “el corazón del país”, y es que la visitan 500 mil personas diarias; el 35% de los alimentos y los insumos que llegan a nivel nacional salen de aquí y también abastece el 80% de lo que comemos en la capital y en la Zona Metropolitana.
Dos pasillos que le siguen al de los abarrotes –pasillo por el que entré- me topo con la verdura –sin albur, no sean llevados- y la carne, pollo y cerdo. Percibo un entorno poco amable; “chalanes” con batas bañadas de sangre porcina y botas de hule hasta la rodilla, reposan sobre huacales de madera. Son tres tipos y tienen –al menos- tres cosas en común: el gusto por la mona, portan amuletos religiosos que gritan devoción a San Judas Tadeo y el acoso a través de una agresión clara a una mujer que va pasando.
A escasos 30 metros del desagradable episodio, entre un montículo perfectamente acomodado de chile poblano y su puesto de jarciería, la señora Fidelia Rodriguez, de 65 años pregona “la bolsa para el mandado, güera; qué le damos joven, lo que le agrade”.
Entre la inmensidad del pasillo en donde se encuentra y la altura de su carrito repleto de accesorios para el uso doméstico, Fidelia no se queda atrás, no se achica y se mueve como si llevara la mitad de su vida en esto. “Llevo 35 años recorriendo de arriba abajo la Central de Abastos, pero trabajar aquí es un reto, pero como a todo te acostumbras y aprendes a disfrutarlo”, me dijo.
Fidelia tiene cara de pocos amigos, pero eso es lo que le sobra en su oficina. Doña Fide por aquí, Doña Fide por allá; sus vecinos la buscan, se cotorrean y se tiran buena onda, incluso con el joven de la jarciería de enfrente, que forman parte de los más de 90 mil empleados que trabajan en la Central. Cálida y atenta a nuestra plática, Fide y yo conectamos enseguida y más porque venimos de la misma tierra, la de los Caminos de Michoacán. Mi abuelo era de Jungapeo al igual que la madre de Fidelia, pero ella es oriunda de Zitácuaro; tierra de la calle del hambre, de los tacos de adobada y el pan de nata. A Fidelia desde pequeña le gustaba el el alboroto, el vocerío de los comerciantes y el buen comer.
En medio de nuestra plática ocurrió un robo al puesto de dulces de enfrente. Uno disque muy abusado tomó la canasta con el dinero y se echó a correr, pero tropezó; la joven encargada del puesto no dudó en defenderse, no necesitó ayuda. Doña Fide no se inmutó ante el frustrado atraco, “yo por eso me ando por la derecha con todos, pago mis derechos de piso y tengo todo en regla. La mafia e inseguridad es de diario aquí y lo alarmante es que nos tenemos que defender, a chingadazos o como sea, pero defendemos lo nuestro”.
No quise ser inoportuno y después de media hora de plática decidí volver con mi madre, pues quedamos en echarnos unos tacos de bistec y de paso dejar chambear a sus anchas a Doña Fide.
Hace tan solo unos cuantos meses, la central de abasto estaba considerada como una zona de alto contagio, aquello era un hervidero. Hoy, el centro neurálgico de la provisión que va del campo a la ciudad y de la ciudad a nuestra mesa ha vuelto y con ella, todo lo que para tantas personas significa que se reactive su lugar de trabajo. Este gran personaje lleva en sus entrañas a decenas de otros personajes como el diablero, el de las bolsas, la de los chiles, la de la fruta, el carnicero. La Central de Abasto es el personaje por antonomasia digna de un #ViernesDePerfil.